EL mal Francés
Si mañana nos descubrieran un cáncer de páncreas terminal y el médico nos propusiera, para combatirlo, que dejásemos el chocolate o los guisantes, pensaríamos que es un mentecato de tamaño cósmico. Algo parecido acaba de hacer el gerontófilo Macron, quien ante los graves desórdenes que han afligido Francia ha propuesto restringir el acceso de los jóvenes a los videojuegos y a las redes sociales. Pero Occidente ha escuchado tamaña mentecatez sin inmutarse; prueba inequívoca de que ya no tiene valor para enfrentarse a la cruda verdad.
Menos mentecatamente, pero con parecido desenfoque, han surgido como hongos los analistas y analistas que han tratado de encontrar causas materiales en estos disturbios, resumibles a la postre en la «inadaptación» de una juventud de ascendencia generalmente africana y religión mahometana que, cuando sus familias llevan varias generaciones viviendo en la antigua metrópoli, descubre que su vida carece de horizontes y pesa sobre ella el anatema del racismo. Se trata de una versión por completo traspillada; y si los propios vándalos la han asimilado es porque saben que el aspaviento del victimismo acogota a las sociedades enfermas.
Estos grandes trastornos sociales tienen siempre razones de fondo espirituales. Francia, en su delirio racionalista, pensó que se podría refundar la comunidad política sobre el vacío religioso; o, más exactamente, sobre la creación de un sucedáneo religioso que instaurase el culto idolátrico a diversas abstracciones. Y, una vez asegurado el culto idolátrico a estas abstracciones, pensó que podría sustituirse el ethos religioso del pueblo por una 'tierra de nadie' donde cada uno se crease su propia moral, con tal de que no interfiriera con el culto idolátrico a la abstracción política vigente. Pero allá donde se instaura una 'tierra de nadie' moral terminan ocurriendo dos cosas: que las personas inclinadas a la inmoralidad pueden imponer más fácilmente las aberraciones más nefandas y nefarias; y que las personas morales desarrollan una aversión creciente contra la nación que los obliga a vivir en medio de la inmundicia. Así, paradójicamente, confluyen en el apetito de destrucción la avilantez de los inmorales que fomentan el caos, para poder entregarse a los satanes más bajos, y el disgusto de los morales, que llegan a aborrecer la pocilga en la que viven.
No puede existir auténtica comunidad política sin un ethos religioso compartido; o sólo puede haberla cuando hay gobernantes que, velando por la coexistencia, se preocupan de custodiar un núcleo moral compartido. Pero, curiosamente, los países donde esta coexistencia ha sido posible, aunque precaria, han sido arrasados o son hostilizados por Occidente, donde se pretende fundar la convivencia sobre el culto idolátrico a abstracciones y sobre un vacío moral propicio a las aberraciones. El mal francés no hará sino extenderse por todo Occidente, cada vez más necesitado de un fuego purificador.