Amaneció la alegría
Ya hemos pasado página a estos días semanasanteros. La lluvia nos ha puesto en el
brete de ver cómo se aguaban ilusiones cofrades. Siempre nos quedó la procesión que va por dentro: por dentro de las iglesias y parroquias y por dentro de nuestras
almas. En ese viacrucis de Cristo y en todos los viacrucis que se han dado y se dan en la historia, han podido ser muchas las penúltimas palabras en las que se
prueba lo mejor de nosotros mismos en medio gestos torpes y palabras broncas y aciagas. Pero la palabra final se la ha reservado Dios tras un drama ajeno que
abrazándolo en nuestro nombre termina siendo su personal victoria. El desenlace sufriente de Jesús en su entrega a la muerte por nuestra salvación no concluye
en un sepulcro maldito donde fue sepultado el más santo. Aquella oquedad a la sombra del Calvario no fue el tanatorio que sumió en el silencio y en la soledad
más terribles a quien trayéndonos la Vida quedaría preso de la muerte fatal. Hemos seguido al Señor días atrás en estos trances últimos de su vida terrenal. Desde
Ramos hasta el Gólgota… cuántos envites, cuántos embates, cuántos ir de aquí para allá unos y otros, siendo imposible parar lo que no aceptaba ninguna pausa.
Jueves Santo, Viernes Santo, Sábado Santo… ¡qué triduo para una pascua! Pero en este día luminoso del domingo por excelencia, que brilla como sol que nace para
siempre de lo alto, reconocemos con toda su hondura como han hecho los santos: que la pasión de Cristo que empezó en el Huerto no termina con el mortal estertor.
No es el llanto desesperado ni un beso de traición lo que acaba con la historia de salvación que el Señor nos contó con su vida, y por eso sólo caben las lágrimas
agradecidas y un beso lleno del amor que no claudica.
No hay espacio ya para el temor, porque cualquier dolor, luto y tristeza, aunque haya que enjugarlos con lágrimas no nos secuestran en su llanto, porque no
podrán arañar nuestra esperanza, nuestra luz y nuestra vida. Porque Cristo ha resucitado, y en Él, como en el primero de todos los que después hemos seguido,
se ha cumplido la promesa del Padre, un sueño de bondad y belleza, de amor y felicidad, de alegría y bienaventuranza. Es el sueño que Él nos ofrece como
alternativa a todas nuestras pesadillas.
Con la Pascua se abre otra procesión que nunca termina en la que dar testimonio de que Jesús ha vencido la muerte y todas sus engañifas, sus chantajes y sus
rincones de tristeza y melancolía. Con el gozo de María, alegrémonos nosotros también. Con todos los santos que se alegran en el cielo por la misma razón que
nosotros brindamos hoy en la tierra. Cristo ha resucitado, no es vana nuestra fe. La noche pasó con sus sombras, y se encendió la luz amanecida. La penúltima
palabra de la censura de la verdad y el asesinato de la vida, cedió inevitable la palabra final a quien siendo Dios se hizo hombre, se hizo hermano, se hizo
historia y se hizo pascua rediviva.
No tuvimos que maldecir la oscuridad, ni cavar trincheras peleonas contra ella, ni levantar broncas barricadas. Como dice Charles Péguy, Cristo no luchó contra
la tiniebla, sino que siendo la Luz se puso en medio de ella terminando con su impostura. Lentamente la oscuridad se vio denunciada, empujada y vencida, y la
vida tomaba de nuevo un nuevo rostro, devolviéndonos su encanto, su secreto y su color.
Al alba de pascua encendemos los cristianos el cirio de la luz mañanera. Es un canto dulce, apasionado, con un brindis de triunfo que no se hace triunfalista.
Porque Cristo ha vencido con su resurrección bendita su muerte y la nuestra. Fue al alba, sí, sucedió al alba. Dios nos ha abierto su casa, nos acoge y nos
regala su vida. Por eso cantamos un aleluya a la aurora con nuestra mejor albricias. Ocho días para una octava de gratitud interrumpida, y cincuenta que nos
adiestran para la alegría que no acaba. Feliz pascua.