En la cuesta de enero, la esperanza
Nos lo hemos preguntado en estos días, y vuelve el interrogante en los primeros
lances del nuevo año que acabamos de estrenar. Es pertinente el asunto porque en ello nos jugamos la credibilidad ante la historia y la paz en nuestra alma.
¿El camino que lleva a Belén? Hoy parece que el tamborilero de nuestro popular villancico está sin tambor y no tiene repique. Porque algunos no han podido poner
un árbol navideño, mientras viven a la intemperie más severa y triste que quepa esperar. No ha habido tregua en las guerras que desde hace años les asolan en
Ucrania y en Gaza, como en tantos otros lugares igualmente maldecidos y siniestros, guerras que se declaran a veces para dar salida a la industria armamentista
que se va quedando obsoleta. Tampoco los turrones han endulzado la tragedia que sin cita previa les llovió como la gota fría de una dana intrusa que se llevó
tanto y a tantos por delante, dejando sin nada y sin nadie a demasiados hombres y mujeres, ancianos y niños. Y, obviamente, no han sido de alivio las proclamas
grandilocuentes y vacías de algunos mandamases que buscan tan sólo un titular fugaz, mientras siguen haciendo de la mentira sincronizada su modo de gobernanza
o maquillan torticeramente sus corrupciones autoamnistiadas. Sin dejar de obviar un cierto cansancio y confusión como a veces constatamos dentro de la comunidad
cristiana. Ante un panorama así… ¿cabe un deseo de feliz navidad como nos propusimos hace unas semanas?, ¿o tiene sentido el manido feliz año nuevo deseado tras
las uvas de la suerte en nochevieja?
Ciertamente que sí, esta es nuestra respuesta al enigma que nos desafía en la coyuntura de este momento, y es lo que nos abre precisamente a la esperanza.
Porque la esperanza no es un artículo de lujo para gente guapa que no tiene problemas, esos a los que les toca siempre algún pellizco lotero, o todo les cuadra
resultón y sin sobresaltos como bueno, bonito y barato. La esperanza es creer que la última palabra no la tenemos nosotros, sino que es la que únicamente se
reserva Dios tras todas nuestras palabrerías, esas que nos rompen por dentro y nos enfrentan por fuera. Hay una palabra final que desde siempre Dios silenció
para decírmela a mí y para susurrarla conmigo. Palabra de luz en medio de mis penumbras, Palabra de vida entre nuestras destrucciones tantas, Palabra de amor
que sabe a ternura que no caduca ni engaña, Palabra que hacemos nuestra como ensueño que canta, como promesa verdadera y cumplida sin tacha.
Así nos sacudimos las inercias mohínas y asustadas, dando la bienvenida a la novedad que nos sorprende al hilo de los doce meses que comienzan en este año
santo y jubilar. Es bueno recordar que siempre hay un trozo de mundo que coincide con el que a diario pisan mis pies y abarcan mis brazos, cuyo horizonte lo
otean mis ojos y cuyo secreto deseo palpita en mis entrañas. En ese espacio que nos han confiado dejamos que Dios cante y cuente su Palabra con nuestros labios
y reparta su bondad con nuestras manos. Ese Dios pequeñito que celebramos en los pasados días de Navidad es el motivo de esperanza: porque Él hace con nuestro
llanto sus lágrimas, mientras brinda con nuestras alegrías la fiesta que no acaba. Lo recordaba el papa Francisco hace días: “Todos nosotros tenemos el don
y la tarea de llevar esperanza allí donde se ha perdido; allí donde la vida está herida, en las expectativas traicionadas, en los sueños rotos, en los fracasos
que destrozan el corazón; en el cansancio de quien no puede más, en la soledad amarga de quien se siente derrotado, en el sufrimiento que devasta el alma; en
los días largos y vacíos de los presos, en las habitaciones estrechas y frías de los pobres, en los lugares profanados por la guerra y la violencia. Llevar
esperanza allí, sembrar esperanza allí”.
En esto estamos y a ello nos lanzamos con la confianza de sabernos acompañados por Dios y sostenidos por sus providentes manos. Feliz año nuevo, santo y jubilar.