Aires de nostalgia verdadera
Se nos llena el aire de pensamientos cuya frescura no caduca jamás.
Esto acontece siempre que llegado noviembre, nos paramos para pensar en tantos seres queridos que nos faltan. Han tenido su nombre, cumplieron año tras
año su edad, escribieron una historia y nos dejaron un legado de bondad, de sabiduría, de belleza y verdad, que no podemos esquilmar dejándolo en el baúl
de los recuerdos ni detrás de las bambalinas de nuestros olvidos imperdonables.
Así nos llega siempre este mes ceniciento con sus brumas de otoño tardío, poniendo ante nuestra mirada este doble recordatorio que la comunidad cristiana
siempre nos señala en la Iglesia: el recuerdo de todos los santos que en el mundo han sido, y el recuerdo de tantos fieles difuntos que nos citan en estas
fechas. La expresión de “todos los santos” podría parecer que se trata de una especie de amalgama incierta que no tiene rostro en una especie de revoltijo
piadoso donde caben de una tacada tantos hombres y mujeres que han vivido ejemplarmente sus vidas desde los valores del Evangelio y desde la tradición
cristiana surcando los mares de la historia a través de los siglos de estos dos mil años de cristianismo. Pero, evidentemente no es este el sentido ni
el significado de esta fiesta de tanto arraigo popular. Es más bien un ajuste de biografías en el elenco de los hombres y mujeres con los que de tantos
modos se cruzó Jesucristo en sus vidas.
Sabemos que el calendario cristiano está plagado de nombres de niños, jóvenes, adultos, ancianos; unos han sido mártires dando el máximo testimonio de la fe;
otros la han confesado en la trama cotidiana sin el derramamiento de su sangre; los hay que fundaron comunidades diversas saliendo al paso de necesidades
varias en el campo de la educación, de la caridad, de la evangelización; encontramos a personas llamadas a la virginidad o al matrimonio; unos que llegaron
hasta los finisterres más lejanos para llevar misioneramente el Evangelio, mientras que otros hicieron lo mismo sin salir de su propio ámbito familiar,
profesional y geográfico; algunos encontraron en el claustro de sus monasterios su camino, mientras que otros fueron llamados al fragor de los cruces de
caminos y en las encrucijadas de las mil situaciones humanas para acercar en ambos casos la Palabra de Dios que nunca engaña y la Presencia del Señor que
siempre acompaña. Son los santos de nuestro calendario, que tienen su fecha en la agenda eclesial, su altar devoto, sus flores, lampadarios y peana.
Pero es el caso de que hay muchos más, muchísimos más que no han recibido la canonización por parte de la Iglesia, aunque gozan del mismo destino y atributos
habiendo sido canonizados discreta y clandestinamente sólo por Dios. No sabemos que son santos, pero el Señor ha reconocido en todos ellos esas mismas virtudes
y ejemplos que la Iglesia reconoce en los hombres y mujeres que ella ha podido reconocer como santos. De tal manera, que la solemnidad de “todos los santos”
es una fiesta inclusiva en la que se reúnen los que canoniza la Iglesia y los que sólo canoniza Dios, por así decir.
Será una sorpresa cuando a todos nos llegue el momento del encuentro definitivo y eterno con el Señor, ver a toda esa pléyade de hermanos y hermanas que
hicieron el bien, vivieron con sencillez su vida cristiana, dieron gloria a Dios con sus vidas, y han sido en su peregrinación y tras su llegada al cielo,
una bendición para los hermanos. Ahí estarán tantos familiares, amigos, vecinos, compañeros… que compartieron con nosotros los mismos sudores y las mismas
alegrías, nuestros llantos y nuestras sonrisas, las dificultades y las esperanzas. Ellos llegaron. Nosotros seguimos caminando. Es la cita primeriza
de noviembre en todos los santos que nos concitan para dar gracias y para pedir por nuestros fieles difuntos.