Un banquete misionero
En una de las parábolas más sugerentes y provocativas de Jesús, habla del Reino
de Dios como el banquete de bodas en el que el rey, padre del novio, invitaba con alegría a tantos. Pero algunos invitados por diversos motivos declinaron entrar
en esa fiesta: desinterés, desdén, indiferencia, desprecio. Fue entonces cuando Jesús hará decir al protagonista de la parábola: “id e invitad a todos al
banquete” (Mt 22, 9).
Este es el mensaje en la jornada para el Domund que escogió el papa Francisco para este año. Es un domingo que no tiene fronteras, porque la mirada cristiana
se dilata hasta todos los confines, para llegar allí con el anuncio del Evangelio. Este verano he podido realizar una experiencia misionera en México junto a
tres seminaristas y un diácono nuestros. Ha sido una vivencia intensa, en algún momento dura, pero enormemente enriquecedora que abre un cauce de esperanza.
Mucho antes de que Hernán Cortés desembarcase en las costas de Veracruz, antes de que llegaran los primeros misioneros franciscanos, antes de todos los antes,
Dios estaba en esas tierras amando a las gentes sencillas que un día conocerían a Jesús y su Evangelio. Dios llega antes, jamás se marcha y se queda hasta el
final de todos los tiempos. Así nos allegamos nosotros a aquellos valles sabiendo que no somos los primerizos. Pero la misión no es algo ajeno a nuestra vocación
cristiana, dado que el Señor nos lo quiere mostrar de tantos modos sacudiendo letargos, removiendo comodidades y abriendo perspectivas insospechadas en esa
impronta que está inserta desde nuestro propio bautismo. La pasión misionera cristiana implica dejar tierra, patria, casa, y dejarse enviar a donde Dios nos
mande, como comenzó la historia del peregrino Abraham (cf. Gén 12, 1-2). Y así ha sido desde el primer momento de la Iglesia apostólica, y de todos los misioneros
cristianos que han sido enviados para anunciar la Buena Noticia hasta los confines de la tierra.
Con la apertura a cuanto Dios nos pudiera señalar, llegamos a aquella tierra tan profundamente mariana, tan sencillamente cristiana, en donde el color de la
sangre también ha teñido de dolor demasiadas vidas por la violencia con todas sus formas. Pero es allí donde se espera también el anuncio del Evangelio de
Cristo capaz de transformar por entero a cada persona, a cada familia. Dios hace sus milagros, y normalmente los realiza desde un gesto, un indicio, una pobreza
a partir de lo cual Él pone el resto como tantas veces hemos visto que sucedió en su vida pública de la Palestina de sus andanzas.
Tras otros momentos y lugares donde nuestra Archidiócesis de Oviedo ha estado presente a través de su historia, quizás el Señor nos esté indicando la apertura
de una nueva misión diocesana de nuestra Iglesia asturiana, continuando lo que en tantos otros escenarios, nuestros cristianos astures han llevado la Palabra
de Jesús y la Gracia de sus sacramentos a tierras lejanas donde nos aguardaba para confiarnos la misión bendita que Él mismo confió a los Apóstoles.
El Reino de Dios es un banquete de bodas, y hay hermanos que nos esperan para invitarlos con una llamada verdaderamente universal que trasciende las fronteras
de nuestro cotidiano vivir y convivir, para abrirlas a un mapa infinitamente mayor que responde al mandato misionero que Jesús nos señaló: «Id al mundo entero
y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15). El Señor irá señalando lo que Él quiere que hagamos como Archidiócesis de Oviedo. Ojalá que podamos
encauzar en aquellos lares mexicanos y con aquellas buenas gentes, el compromiso eclesial sin perder la tensión misionera que siempre ha tenido nuestro
presbiterio. Que nuestra Santina nos acompañe en este propósito, porque en ello nos jugamos nuestra identidad como cristianos.