Cumpleaños de la vida
Lo hacemos cada vez que nos llega el cumpleaños con el grato festejo de esa anual efeméride. No es que volvamos a nacer, pero es una cita amable con la gente que más nos quiere y a la que queremos, para entonar nuestro más sentido canto de gratitud por un don cotidiano y tantas veces desapercibido: el regalo de la vida. Una vida que tiene la edad que coincide con mis años y deja atrás un rastro de tanto ya vivido que ha ido marcando huellas diversas. Es una vida que tiene biografía con fechas, con paisajes, con colores, con llantos y sonrisas, con ensueños y pesadillas, pero que sigue escribiendo su relato, ese para el que cada uno ha nacido si acierta a vivirse y desvivirse en el propio destino que Dios eternamente le asignó a cada uno de sus hijos.
En este sentido, en el calendario hay una jornada que hemos convenido los cristianos para celebrar tan inmenso don: la vida, simplemente la vida. Lo hacemos coincidiendo con la festividad litúrgica de un acontecimiento que pasó inadvertido pero que cambió para siempre el curso de la historia: que Dios decidió hacerse hombre sin dejar su divina condición. Nació milagrosamente de una virgen doncella sin concurso de varón. Ella se llamaba María y con su sí propició el misterio de la encarnación de Dios. De aquel sí que ella pronunció al arcángel Gabriel, mensajero de buenas noticias, hemos vivido todos una posibilidad insólita e increíble. Lo hemos recordado en estos días atrás en las fiestas pascuales cuando más aparentemente quedó contradicho aquel momento con la muerte de Jesús.
Pero Dios se quiso reservar la última palabra y sucedió lo que sucedió. Cuando de par en par quedó abierta para siempre la puerta de la tumba. No hubo forma de encerrar en la mazmorra de la muerte una vida que brincaba renovada y salía por todos los poros sin mortaja. Fue el mensaje más osado, el menos imaginado e inmerecido, por más que fue anunciado a los cuatro vientos en tantos momentos por el Maestro bendito.
Es verdad que podrán aparecer nubes grises y cerradas en el horizonte cotidiano, pero la noche ya no puede secuestrarnos los colores y las formas, ni puede censurar la belleza humilde de las cosas, ni imponernos con su penumbra la oscuridad delirante y asustadiza. Es la alborada que no declina jamás, el sol que nace de lo alto cada mañana dejándonos su rastro para que nuestros pies caminen los senderos del bien y de la paz.
Bien sabemos que no todo el mundo se deja abrazar por esta bondadosa noticia que nos da la oportunidad de empezar lo que estaba siempre pendiente, o reestrenar lo que comenzó tarde entre nuestras triquiñuelas distraídas, asustadas y contradictorias, en todos nuestros torpes lances. Pero quien se atreve a confiarse, verá el milagro de no saberse rehén de un pasado tramposo que nos detiene. Es la vida que irrumpe en nuestro horizonte de cansancio y de muerte, poniendo la flor de la alegría en nuestras muecas mohínas y colirio fresco en nuestras lágrimas secas de tanto llanto aplastante. Por eso entonamos el aleluya de nuestra mejor albricias en la fiesta de Dios y sus hijos.
Es el cumpleaños de la vida nueva como tal, esa que Jesús inaugura encarnándose en nuestra historia humana. Una vida que lamentablemente seguirá siendo un bastión a abatir por aquellos que no la aman, aquellos que se dejan seducir por las cantinelas de la muerte como esbirros de la peor maldad. La vida en entredicho cuando abortándola no la dejamos nacer, o precipitamos con eutanasia matarife su final, o la despreciamos de tantos modos en su interludio vital negando su dignidad, sus derechos, su paz. Pero frente a este desafío, viene humilde nuestra audacia rompedora que cree en la vida, la celebra, como un cumpleaños cada instante porque cada instante se nos regala como bendición duradera.