Calentando motores al final del camino
Estamos casi concluyendo esta andadura que nos propusimos hace unas semanas. La cuaresma que nos aprestamos a concluir, no es un túnel sin salida que cada año recorremos los cristianos. Es un camino por el que volvemos a tomar el sendero que habíamos perdido, la paz que habíamos quebrado, la belleza que habíamos manchado, la bondad que habíamos embrutecido y la fidelidad que habíamos traicionado. Todos tenemos, en mayor o menor medida, necesidad de volver, esa vuelta que en el lenguaje cristiano llamamos conversión. Volver a Quien dejamos en la aventura de vivir tantas cosas como jirones a pedazos. Dejarnos abrazar por una misericordia perdonadora infinitamente mayor que todos nuestros traspiés pecadores juntos.
Nos metemos en estos andurriales cuaresmales no porque la jarana de carnaval que ya caducó -como siempre- nos parezca un exceso, sino justamente porque su algazara nos sabe a demasiado poco. No tenemos una actitud reaccionaria, sino una postura de realismo ambicioso: nuestro corazón no nos perdonaría jamás que a su infinita exigencia de felicidad la entretuviésemos con un contento que termina, con una alegría que llevase inscrita por doquier su camuflada fecha de caducidad.
Todo ese ensueño que forma nuestro origen, el de cada hombre y cada mujer y el de la historia toda de la humanidad, es el que nos empuja a buscar adecuadamente el camino que nos lleve a nuestro destino cierto, a ese para el que nacimos. Pero ante la certeza evidente de ser vulnerables a tantos señuelos, de ser débiles y cansinos ante tropiezos y enredos, la Iglesia nos ha vuelto a proponer un año más la Cuaresma en la que estamos ya al final de su carrera cuando miramos tan cerca la Semana Santa. No queremos, entonces, que este tiempo en el que estamos, nos pase sin pena ni gloria un año más, porque la Semana Santa de este año es única, como únicas son nuestras preguntas, nuestras cuitas, nuestros retos y desafíos, nuestras lágrimas y sonrisas.
En estos días escucharemos la Pasión, y volveremos a recordar el corazón de nuestra fe cristiana. Pero con una inflexión de novedad: la que cada uno de nosotros representa. Puede ser idéntico el paisaje, pero no así el paisanaje del paisano que somos cada cual. Lo que contemplamos desde nuestro balcón puede ser aproximadamente lo mismo, pero no así la mirada de quienes lo contemplamos. Un año no pasa jamás en balde en la vida de una persona, y esta sería la actitud más inteligente y piadosa desde la que prepararnos para asistir a estas fechas centrales de nuestra fe. La vida es una continua procesión, también cuando ésta va por dentro, esa que sin atavíos nos expone a ser los más discretos costaleros de nuestro propio paso, de nuestra más personal procesión: esa que deambula por nuestro escenario más cotidiano, junto a los prójimos más próximos que habitualmente aparecen en nuestras andanzas de familia, de trabajo, de amistad o de vecindario. Por eso, contemplar en estos días de Semana Santa los diversos momentos que nos acercan la pasión del Señor Jesús, debería ser para un cristiano una ocasión para saber situarse en su propia procesión interior. No necesitamos unos días de evasión sino algo que nos ayude a vivir el significado de cuanto nos acontece, algo que sencillamente no nos saque de la vida, sino que nos la ayude a vivir cotidianamente.
Miremos, sí, esas escenas del precio del amor con el que fuimos redimidos y salvados, y ojalá que como han hecho los santos, también nosotros sepamos mirarlas no como algo lejano y ajeno, sino que descubramos que esa historia se escribió y se vivió hasta el final pensando en mí, en mí con mi nombre, con mi edad, con mi situación más biográficamente mía. Detrás de cada uno de los momentos que nos relatarán la vida del Señor, hay una entrega real que nos tiene a cada uno como destinatario.