Si la política se pervierte
Encaramos ya el mes de marzo, con nieves tardías y vientos huracanados. Verdadera parábola de otros escenarios revueltos en las trincheras políticas, donde tanto echamos en falta la altura de miras en este noble servicio público cuando se acierta a enfocarlo como tal. De hecho, la doctrina social de la Iglesia habla de la política desde la virtud de la caridad. Lo recordaba el papa Francisco al decir que la política es «una altísima vocación, una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común» (FT 181), puntualizando que debemos cultivar no solamente «las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas» (EG 205).
No es ni extraña ni ajena la deriva que pueda darse en la labor que los diversos grupos políticos lleven a cabo, así como tampoco las posiciones de las personas que los conforman puedan tener ante cuestiones que nos afectan a todos, en cualquiera de los escenarios y administraciones. Detrás de unas siglas partidistas hay una toma de posición social, económica y cultural, y esto implica una actitud que puede ser en sus principios y en sus opciones moral, inmoral o amoral.
Es aquí donde no cabe la neutralidad por parte de un cristiano y por parte de la comunidad eclesial. Porque no todo da lo mismo, cuando con la perspectiva de los partidos y sus representantes, se dibuja un horizonte que tenga los principios morales que la civilización ha ido acuñando e incorporando a través de la singladura de los siglos: respetar la verdad sin trampas, la justicia sin reducciones, la convivencia sin crispaciones, la libertad sin presiones, abordando la vida en todas sus fases (la del no nacido, la del terminal, la del que está en medio de estos dos extremos), la educación no manipuladora que acaba domesticando o anestesiando la conciencia, la libertad en la expresión de nuestras opiniones y creencias, la justicia desde un bien común protegido e incentivado.
Faltando esta visión moral que representa el patrimonio ético de una sociedad que ha sido capaz de aprender de sus errores fundamentando sólidamente sus aciertos, nos deslizamos a posturas políticas que son más bien inmorales al trasgredir esos principios por quienes a sabiendas los conculcan. También pueden ser incluso amorales, cuando haya quienes actúan igualmente contra estos principios pero desconociendo que los contradicen desde el nihilismo relativista.
Esta inmoralidad o amoralidad construiría su propuesta desde la mentira como arma política que impunemente engaña a mansalva, el desprecio de la vida más vulnerable o la más desprotegida desde una clave egoísta, la manipulación de jóvenes y no tan jóvenes a través de programas educativos e industrias comunicativas (como el cine, la televisión o plataformas de redes sociales), el cercenar la libertad corrompiendo los cauces democráticos que garantizan los derechos fundamentales, la separación de poderes, el principio de legalidad y la protección judicial frente al uso arbitrario del poder, la censura persecutoria de instituciones y personas que disienten frente a esa deriva y no comulgan con sus troníos, alharacas e ideológicas promulgaciones. Todo esto entiendo que facilita toda suerte de corrupción, de violencia, de exclusión, que impide que edifiquemos entre todos algo que sea bello, grande, justo y bondadoso. Nos decía el papa Francisco que la caridad social «nos hace amar el bien común y nos lleva a buscar efectivamente el bien de todas las personas, consideradas no solo individualmente, sino también en la dimensión social que las une» (FT 182). Todo un programa de revisión y rectificación cuando la política se pervierte.