Cuarenta nanas postreras
Era en un bosque donde el leñador descubriría la fechoría que cuarenta ladrones hicieron en su robo sembrando terror y muerte. Ali Babá será ese joven persa que aparece como héroe que los desmantela. Cuarenta eran. Como fueron también cuarenta los años de trasiego por un desierto inacabable por el que el pueblo de Israel tuvo que merodear en su salida cansina de Egipto, tal y como nos relata el libro bíblico del Éxodo. Cuarenta eran. Esos fueron los días que Jesús tuvo de ayuno entre dunas lejanas y abismos rocosos, dando batalla al demonio que vino a tentarle. Cuarenta eran. Ese es el número que cada año se repite en el calendario cristiano precisamente llegando la cuaresma. Hace las cuentas con el éxodo judío y el desierto de Jesús, no con la hazaña de Ali Babá, y así nos preparamos para celebrar la pascua resucitada que nos obtuvo el Señor venciendo su muerte y la nuestra.
Y, un año más, un grupo de cristianos hacen suyo ese número para señalar la peregrinación hacia la vida y el señalamiento de una muerte. Su gesto se llama precisamente “40 días por la vida”, y responde a un movimiento internacional de oración y ayuno para el fin del aborto. Orar y ayunar mirando una clínica abortista donde son sacrificados los niños más indefensos y vulnerables, los que cabría esperar que están en el refugio más seguro como es el seno de sus madres. Sin más ofensiva que la mirada llena de piedad por parte de los voluntarios que se arriesgan ante los ojos escépticos, despectivos o burlones de quienes ven semejante “barricada”: un puñado de personas que rezan discretamente el rosario, con un mensaje respetuoso hacia las mujeres encinta en el momento de entrar en el abortorio: tú no estás sola. Porque ese es el drama añadido al momento de sacar de sus entrañas al hijo concebido: la soledad, la incomprensión, el miedo. Son muchos los factores que se acomunan en esta tragedia, y la madre gestante no es la única ni a veces la principal responsable de la muerte de un pequeño, por más que sea ella la que ha concebido y la que puede evitar la fatal interrupción.
El papa Francisco no ha dudado en señalar el aborto como una de las tragedias humanas más terribles de nuestra época: «Entre estos más débiles, de los que la Iglesia quiere ocuparse con predilección, están también los niños no nacidos, que son los más indefensos e inocentes de todos, a los que hoy se quiere negar su dignidad humana para poder hacer con ellos lo que se quiera, quitándoles la vida y promoviendo una legislación para que nadie pueda impedirlo». Y conmovido añadía dirigiéndose a las madres que han abortado: «después de este fracaso, también hay misericordia, pero una misericordia difícil. Tu hijo está en el cielo, cántale la nana que no le cantaste, que no pudiste cantarle».
Al igual que sus predecesores, el papa ha sido claro en esta defensa de la vida humana desde el momento de su concepción. Y en más de una ocasión se ha manifestado con esta contundencia: «no se debe esperar que la Iglesia cambie su posición en este tema. Quiero ser completamente honesto al respecto. No es un tema que esté sujeto a supuestas reformas o «modernización». No es progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana. Pero también es cierto que hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a las mujeres que se encuentran en situaciones muy difíciles, en las que el aborto se les presenta como una solución rápida a sus profundas angustias, especialmente cuando la vida que crece en ellas ha surgido como consecuencia de la violencia o en un contexto de extrema pobreza».
Cuarenta días junto a una cruz moderna en la que son sacrificados los nuevos inocentes. Todo esfuerzo será poco para estar junto a estas mujeres que necesitan de nuestra comprensión, ayuda, oración y cercanía para que no cometan algo terrible que jamás las abandonará el resto de sus vidas. Por el contrario, será un regalo para todos acoger a ese niño concebido para ver la luz más sorprendente y no la oscuridad de la muerte más prematura.