Comenzar el curso
Hay un rito escolar que se repite cada año por estas fechas. Se ven a nuestros más pequeños por las calles cargar con sus mochilas en dirección al colegio cada mañana. No sólo es el rito diario con el que vemos a los niños aventurarse en la hazaña de aprender cotidianamente, sino que en estos primeros lances del año académico también se vislumbra en sus miradas el horizonte de todo un curso escolar que les traerá preciosas sorpresas de los saberes todavía por estrenar.
Todos hemos pasado por esos momentos de frescura ilusionada cuando comenzábamos tantos años atrás la andadura aprendiz al comienzo de la etapa que seguía al verano de vacación y holganza. Y con esa misma actitud emprendemos también nosotros un nuevo curso en los tres centros de formación teológica, filosófica y pastoral que tienen como sede este querido edificio de nuestro Seminario Metropolitano. Los profesores, los formadores, los alumnos y el personal no docente, estamos convocados a este atisbo de sorpresa capaz de abrir la inteligencia y el corazón a lo que por distintos caminos se nos enseñará llenando de significado los rincones de nuestra ignorancia.
Los maestros medievales acuñaron el término “curiositas”, la curiosidad, para señalar la actitud con la que debemos mirar la realidad en la que un Dios Maestro nos quiere mostrar la verdad escondida, la belleza discreta y la bondad que con respeto nos abraza. Hace falta esa postura intelectual y afectiva que nos permite mirar sin censura lo que Dios nos señala al proponernos la profundidad y la altura, que frecuentemente nuestra distracción superficial nos arrebata. La “curiositas” no es un gesto de frivolidad zascandil que no tiene más envergadura que las redes sociales y unos datos prestados a golpe de click, sino la condición para dejarse sorprender por quien jamás nos aburre y siempre nos asombra al poner su luz en nuestras penumbras, al deslizar su paz en nuestros conflictos, al regalarnos la certeza vocacionada en las dudas que nos dispersan y enajenan.
Cada uno de nosotros, profesores y alumnos, tendremos que emplearnos en las materias que serán objeto de las enseñanzas filosóficas, teológicas y pastorales de las distintas asignaturas que unos y otros, docentes y discentes, tendremos que explicar y aprender. Ya desde mis años de profesor universitario en Madrid y en Roma, me empeñé en no repetir mis asignaturas sin más, sino que cada año las volvía a rehacer a la luz de nuevas lecturas, del diálogo con autores con los que me confrontaba, de manera que yo era el primer sorprendido ante las cuestiones que debía desarrollar en el aula. Lo cual me permitió crecer, ahondar, clarificar y enriquecer mi enseñanza teológica, bíblica y espiritual cada vez que comenzaba el curso académico.
En un libro reciente que recoge una antología de pensamientos del papa sabio, Benedicto XVI, “Dios es siempre nuevo. Pensamientos espirituales”, se ha incluido un prólogo firmado por el papa Francisco donde se hace una semblanza preciosa del recordado Joseph Ratzinger: «con su palabra y su testimonio, nos ha enseñado que mediante la reflexión, el pensamiento, el estudio, la escucha, el diálogo y, sobre todo, la oración, es posible servir a la Iglesia y hacer el bien a toda la humanidad; nos ofreció herramientas intelectuales vivas para que todo creyente pudiera dar razones de su esperanza utilizando una forma de pensar y de comunicar comprensible para sus contemporáneos». Es un buen perfil de lo que implica enseñar o aprender lo que en nuestros centros diocesanos de formación pretendemos vivir desde la vocación que cada uno hemos recibido como respuesta al Señor y como servicio concreto a la Iglesia y a la humanidad. Y al dar comienzo a este nuevo curso, es lo que deseamos junto a la ilusión que suscita el estreno de una nueva andadura escolar.